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Se llevaron, por fin, a Kolia. Corrí tras él. Le hicieron atravesar el patio, lleno de policías, y le subieron a un coche.

—¡Adiós, Kolia!— le grité.

El coche echó a andar. Intenté seguirlo; pero tropecé con una piedra y caí. Me levanté, y, de no apoyarme en el quicio de la puerta, no hubiera podido sostenerme. La calle estaba desierta y obscura.

No sé cuánto tiempo estuve inmóvil, mirando a las tinieblas El vigilante nocturno se acercó y me dijo: —Anda a acostarte. Te vas a helar ahí.

Entré en casa. Mi mujer, sentada en medio del campo de Agramante en que los policías habían convertido el cuarto, parecía una estatua. Cherepajin le frotaba la frente con una servilleta mojada. Estaba fuera de sí y no paraba de protestar: —¡Qué canallas! ¡Dios mío, qué canallas!

El violinista— un hombre enclenque, enfermo del pecho intentaba consolarnos.

—¡También Jesucristo estuvo preso!—decía, tosiendo.

Cherepajin, fiel a su costumbre, bravuconeaba: —No he querido agravar la situación. Si no, esos canallas se hubieran acordado de mí.

Después de poner la casa un poco en orden, nos acostamos. Como es natural, no pudimos pegar los ojos: parecía que nos pesaba sobre el pecho una peña. Mi mujer no cesaba de llorar. Detrás