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ron sacar de los armarios los vestidos y los corsés de Natacha. No hubo rincón de la guardilla y del desván, ni maleta ni cómoda, que no revolviesen. Hasta detrás de los iconos indagaron.

Mi mujer se indignó.

—No tenga usted cuidado—le advirtieron—.

Nosotros también respetamos los iconos.

El inspector le mandó a Kolia que se vistiese.

Mi mujer se echó a llorar; pero el oficial de policía del barrio que se portó muy noblementeprocuró tranquilizarla —Si no resulta nada grave contra él, se le pondrá en seguida en libertad—dijo.

Kolia callaba. Sin embargo, en la mirada de sus ojos brillantes se advertía que estaba muy emocionado.

El inspector, viéndole así, le aconsejó: Dígalo usted todo, y quedará libre acto seguido.

—No tengo nada que decir—contestó, con sequedad, Kolia. No sé nada. Si se me detiene, ¿qué vamos a hacerle?

Momentos después volvió del baile donde tocaba el violinista compañero de cuarto de Cherepajin. Los policías le rodearon en cuanto le vieron entrar, y le registraron de pies a cabeza. Sólo le encontraron una pera y unos billetes de rifa.

Cuando Kolia estuvo dispuesto, le abrazamos.

Costó gran trabajo arrancarle de los brazos de su madre.

Yo tuve que hacer grandes esfuerzos para contener las lágrimas.