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Cherepajin, al ver que no era a él a quien venían a buscar, recobró su aplomo. Fumaba tranquilamente un cigarrillo y miraba a los policías de un modo burlón.

—¡Un ataque nocturno, y el enemigo ha volado!—dijo.

—¿Y tú quién eres?—le preguntó el inspector.

—Un huésped ordinario — contestó Cherepajin con altivez—. Un hombre bípedo.

— Registradle!

Los policías, al punto, se pusieron a registrarle; le volvieron del revés los bolsillos; pero no le encontraron nada comprometedor.

—Han buscado ustedes mal—dijo Cherepajin, mofándose. Tengo en los calzoncillos dos pulgas sin pasaporte.

Su actitud entera me dió algunos alientos.

—Molestan ustedes, sin necesidad, a la gente le dije al inspector. Nosotros no somos criminales.

Los policías lo revolvían todo en el cuarto de los huéspedes. Registraron la chimenea, examinaron las cenizas.

—Aquí se han quemado papeles—dijo uno.

Yo les expliqué que, en efecto, habíamos quemado los papeles viejos que los huéspedes se habían dejado por el suelo.

El oficial de policía del barrio dijo algunas palabras en mi defensa —Yo le conozco. Es un hombre tranquilo. Está de camarero en un restorán.