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—¿Quién es?—pregunté antes de abrir la puerta.

—¡Abra usted! Un telegrama.

Abrí la puerta y se presentó ante mis ojos una turba de policías. En seguida invadieron el vestíbulo, se lanzaron a la puerta que daba al patio y la abrieron. Reconocí entre ellos a dos inspectores de nuestro barrio y a algunos vigilantes nocturnos.

—¿Usted es el inquilino de este piso?—me preguntó uno de los inspectores.

Apenas pude contestar: me castañeteaban los dientes.

Algunos policías se apostaron junto a las puertas para que nadie pudiera salir. Los inspectores se sentaron en torno a la mesa y mandaron encender la lámpara.

—Venimos a hacer un registro—dijo el que acababa de hablarme—. ¿Dónde están sus huéspedes de usted?

—Se han marchado hoy mismo.

—¿Cómo? Se han ido? ¿Adónde?

El inspector cambió una mirada de inteligencia con uno de sus compañeros.

—¡Es asombroso!—dijo el otro.

Los demás policías se habían dispersado por toda la casa. Oí a mi mujer gritar: —¿Dónde van ustedes? Mi hija no está vestida... ¡No tienen ustedes vergüenza!

—Vístase usted—se me ordenó—, y llévenos a la habitación de los huéspedes.