turas. Para evitarse disgustos, lo mejor es no decir nada.
A quién voy a decírselo? No es ninguna cosa interesante.
—Se lo digo a usted para que esté prevenido.
¡Todo aquello era tan extraño! Yo no sabía qué pensar.
No tardó en volver Cherepajin. Venía muy pálido y borracho. Traía en la mano una botella de vodka.
—¡Adiós!—nos dijo con tono trágico.
Le pregunté a qué obedecía su excitación, y me contó que un oficial de policía acababa de decirle que figuraba en las listas de movilizados y que al día siguiente le llamarían.
—Permítame, antes de partir, beber a su salud... Eso me dará ánimos.
—Con mucho gusto le contesté; pero no haga ruido.
Bebí una copa con él y continuó bebiendo solo.
Poco después estaba borracho perdido. De pronto sacó un papelito que llevaba en el bolsillo, lo desdobló y me dijo: —He aquí una cosa que me puede librar de todo; son unos polvos emancipadores. No hay más que echarlos en un vaso de agua, o mejor de vodka, y el efecto es inmediato.
Di un manotazo en el papelito, y los polvos cayeron al suelo.
—Está usted co!— grité. ¡Bastantes dis-