todos los días puede usted visitarme en el restorán donde presto mis servicios como camarero. No creo que fuera un honor para usted...
El caballerete me miró de reojo y se levantó.
—Yo ignoraba...—dijo.
—¡Pues sépalo!—le grité—. ¡Y si se atreve usted a acercarse otra vez a mi hija, nos veremos las caras!
A lo que él me contestó con orgullo: —¡No olvide usted con quién está hablando!
¡Puedo hacerle detener!
—¡Cuando usted quiera! Vamos juntos al puesto de policía...
—¡Insolente!—me replicó.
Y se alejó presuroso.
— Ya sabe usted lo que le he dicho !—le advertí a voz en cuello.
Pero él fingió no haberme oído.
Cherepajin corrió a mi lado y me estrechó fuertemente la mano.—¿Quiere usted que haga una que sea sonada?
¡Le voy a dar una paliza a ese sinvergüenza!
Yo le disuadí.
Volvimos a casa.
Aquello era un verdadero infierno. Mi mujer, fuera de sí de cólera y con un icono en la mano, le gritaba a Natacha: —¡Jura ante esta Virgen de Kazan que no has perdido tu honra; infame, cochina, canalla!
Natacha, con los cabellos en desorden, toda temblorosa, aba y se persignaba.