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Kiril Saverianich parecía complacerse en aumentar nuestra angustia.

—Y menos mal si hubiera, en efecto, ido al teatro. Quizá estén en estos momentos en alguna casa de citas. Hay muchas en la ciudad. Hace poco leí en los periódicos que en una de ellas se habían envenenado dos amantes. Todo de temer.

Mi corazón latía como si fuera a saltárseme del pecho.

Mi mujer se vistió y quería irse, acompañada de Cherepajin, en busca de Natacha, sin saber adónde. Pero Kiril Saverianich le aconsejó que no lo hiciese.

—Es mejor—dijo—esperar en el sitio donde han tomado el coche. Después del teatro el oficial la acompañará de seguro hasta allí. Es la costumbre.

Decidimos poner en práctica dicha idea. Cherepajin se encargó de acechar la vuelta de Natacha y del oficial. A cosa de las tres, nos reunimos con él. Hacía mucho frío.

Poco después de las cuatro Cherepajin, que estaba apostado en la esquina, me llamó con la mano.

Acudí corriendo.

El coche acababa de llegar. El oficial le dió la mano a Natacha para ayudarla a bajar. Ella bajó sin advertir nuestra presencia, haciendo monerías.

Entonces yo avancé algunos pasos y le pregunté con tono seve —¿Qué significa esto?