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y supe que iban al teatro; pero no pude enterarmne a cuál.

Kiril Saverianich me dijo: —Debe usted tomar una determinación. La cosa es grave y puede tener consecuencias enojosas.

Volvimos a casa y se lo conté todo a mi mujer.

Kiril Saverianich le encareció también la gravedad del asunto.

—La culpa es de ustedes; la tienen ustedes demasiado consentida. Mi hija Bárbara me dijo una vez que quería ser estudianta; pero a mí no me gustan esos camelos y la amonesté severamente.

Ahora es la mujer de un contable y vive felicísima, muy agradecida a mi severidad...

Mi mujer estaba fuera de sí.

—¡Voy a arrancarle los pelos!—gritaba—. ¡Qué chicuela!

Y añadía, dirigiéndose a mí: ¡Tú tienes la culpa! ¡Siempre estás contando delante de ella las indecencias que suceden en tu restorán.

Yo le hubiera dicho que la culpa era más bien suya, porque alentaba la coquetería de Natacha comprándole cintas, encajes y otras tonterías. Pero me callé. Kiril Saverianich siguió desazonándola.

—Es muy de sentir que tenga amores con un oficial. Los oficiales tropiezan con muchas dificultades para casarse.

Cherepajin también estaba muy agitado.

—Ve usted? ¡Ya se lo había yo prevenido!

—me gritaba.