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pobre diablo, y ahora está en relaciones con la gente de alto copete, es protector de un convento de monjas y les hace la corte a las religiosas jóvenes, que no se atreven a rechazarle. Se dice que muchas señoras de la aristocracia, a quienes ha salvado de la ruina, le distinguen con sus favores. Y este hombre es feo y hiede, a causa de sus dientes podridos. ¡Lo que es tener dinero!

A pesar de los sufrimientos de mi vida, estoy bien conservado aún. Las patillas me dan un aspecto majestuoso. En nuestro restorán, organizado a la moda francesa, les está prohibido a los camareros gastar barba o patillas: todos deben ir afeitados. Pero cuando nuestro director, el señor Stros—que tiene dos queridas y hermosos caballos, me vió por primera vez, al servirle a la mesa, llamó al maître d'hotel y le ordenó: —¡Que se le dejen las patillas!

El maître d'hotel, Ignacio Eliseich, se inclinó respetuosamente y dijo: —A sus órdenes... A los clientes les gustan los camareros majestuosos.

—Bueno, que siga así.

De modo que se hizo una excepción en favor mío.

—Líbrete Dios de afeitarte!— me dijo Ignacio. Tienes suerte.

¡Claro!... Cuando se está dotado de una cara respetable, los clientes no se atreven a dar propinas demasiado pequeñas.