Yo le miré asombrado.
—¿Cómo es eso?
—Imposible de todo punto continuar en estas condiciones. Los oficiales quieren arruinarme. Se han hecho exigentes y malos... ¡Verdaderos demonios! Los sinvergüenzas reclaman la jornada de ocho horas, el aumento de salario. No sé cuántas cosas más. Hoy, por ejemplo, han armado un escándalo, han quemado dos pelucas y se han marchado. Me han obligado a cerrar la barbería, a pesar de que los domingos es cuando tenemos más gente...
Cherepajin levantó de pronto la cabeza y dijo, encarándose con Kiril Saverianich: —Va usted a tener que poner máquinas para que trabajen por usted... ¿No hablaba usted tanto de las máquinas? ¡Bueno, que reemplacen ahora a sus oficiales!
Kiril Saverianich no le contestó; pero señalándole con el dedo, me dijo: —Ya ve usted qué salvajes somos todavía.
Y empezó a contarme la fábula del estómago y los miembros que se negaban a trabajar por él, lo que tuvo por consecuencia la parálisis de todo el cuerpo.
—Si los obreros se niegan a trabajar, la industria y el comercio se paralizarán. ¿Qué ocurrirá entonces?
¡Sí, para usted será un grave conflicto!—le interrumpió Cherepajin con tono burlón.
—No quiero hablar con un hombre inculto como