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Se advertía que estaban en sus glorias. Tenía ocasión de hacer gala de su saber y de ingenio ante gente instruída. Empezó a hablar de las leyes, de la sociedad, de la vida, a tronar contra los desórdenes y las revueltas.

El huésped le escuchaba en silencio. Kolia también callaba. Kiril Saverianich no le daba paz a la lengua, sin poder disimular lo contento que estaba de sí mismo. Hasta se sirvió una copa de vodka, invitando al huésped a beber con él.

—Gracias, no bebo—dijo el huésped.

El barbero se mostró asombrado.

—Eso aumenta mi estimación a usted. ¡Si todo el mundo fuera así!

El huésped se sonrió.

—Cada cosa—dijo—sigue el curso que le ha marcado el Destino.

—¡Es verdad! Tiene usted razón. Perdone la pregunta: es usted empleado del Estado?

Cherepajin, que, desde la entrada del barbero, no había dicho esta boca es mía, gritó de pronto en son de burla: —¡Se ha colado usted!

Y se echó a reír.

Kiril Saverianich le miró un instante, y señalando con el dedo a la copa que el músico tenía delante, contestó: —Cuántas han caído?

Los huéspedes se levantaron. Kolia les imitó y les siguió a su habitación.

—Les felicito a ustedes por tener estos hués-