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En la pared, sobre la cama de la muchacha, había unos retratos y un cuadro de la Virgen.

Nos sentamos a la mesa y empezamos a almorzar. Apenas hablábamos. Sólo la señorita hacía lo posible por animar la conversación. Kolia—lo observé no apartaba los ojos de ella y estaba con ella muy atento: le servía té, le llenaba la copa...

El huésped, muy cohibido, no hablaba palabra. Su ropa poco presentable y, sobre todo, la presencia de Natacha, le turbaba, sin duda. No obstante, comía con gran apetito.

Cuando llevábamos ya algunos minutos almorzando, se atrevió a decir: —Es magnífico este pastel. Me recuerda los que hacía mamá.

La señorita suspiró y elogió también el pastel.

Mi mujer, muy hueca, les sirvió más.

También habíamos invitado a Cherepajin, a quien la presencia de las muchachas azoraba en extremo. Estaba encugidísimo y no sabía qué hacer de sus manos, gruesas y coloradas. Sus ojos habían perdido el brillo, parecían muertos: se había entregado a la bebida para olvidar sus penas. Silenciosamente bebía una copa tras otra, sin esperar a que nosotros se las escanciásemos.

Acaso intentase ocultar así su turbación. Mi mujer me hacía señas con los ojos; pero yo, como es natural, no me atrevía a decirle que no bebiese más.

Natacha no cesaba de darle vaya.

—Fíjese usted an ese hombre le decía a la se-

El camarero
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