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Banco, adonde nos dirigimos en seguida en un coche de punto.

El local era muy iujoso. Madera tallada, cobre reluciente, techos de cristales, galerías sostenidas por columnas como en una iglesia.

Se veían por todas partes empleados muy elegantes, con cuellos blancos a la moda.

Nos sentamos. Un hombrecillo grueso, con unos zapatos que no hacían ruido, se nos acercó con paso de gato y nos preguntó: —Les atienden a ustedes?

Y miró a un empleado con una raya muy derecha en medio de la cabeza, que estaba sentado detrás del mostrador.

Por delante de nosotros pasaban sin cesar jóvenes llevando grandes fajos de acciones. Sonaban los timbres eléctricos; sobre los mostradores se veían paquetes de billetes sujetos con gomas. Señoras empingorotadas, clientes de la casa, entraban y salían.

Cuando llegó mi turno pagué setecientos treinta rublos, en cambio de los cuales me dieron un papel donde se decía que yo había comprado dos mil rublos de acciones. Pensé que se habían equivocado, pero Kiril Saverianich me tranquilizó.

—No tenga cuidado, todo está en regla. Hasta las personas instruídas suelen ser legas por completo en estos asuntos de Bolsa. Para entenderlo se requiere, sobre todo, práctica. La política de las finanzas, amigo mío, es cosa grave. En el