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prendió, pues hacía unos cuantos días que estaba muy poco tratable.

—No se trata en manera alguna de mi propia persona me dijo—. Pero me creo en el deber de prevenirle a usted. Una desgracia le amenaza.

—Una desgracia? ¿Cuál?

—Escúcheme usted. Los días festivos toco el trombón a la orilla del río, en el sitio donde se patina. Y veo cosas que me entristecen. Un oficial le hace el amor a su hija de usted, Natacha Yacovlevna. Se pasean del brazo, él le coloca los patines en los pies...

Yo escuchaba aquellas palabras ansioso e inquieto.

—Eso puede tener malas consecuencias—siguió diciendo el músico—. Su hija de usted no conoce aún la vida y el oficialete puede trastornarla. La acompaña de noche a casa...

Hacía tiempo que Cherepajin me hablaba a lo mejor de tan enojosa cuestión; pero como lo hacía con medias palabras, yo no le entendía.

Me contó que algunos días antes había habido una reyerta entre el oficial y un estudiante a quien Natacha había dado calabazas por él.

Sacó un periódico que llevaba en el bolsillo, y me lo tendió, diciendo: —Léalo usted si lo duda. De no haberla yo traído a casa, su hija de usted hubiera sido, de seguro, molestada por la policía.

El periódico hablaba, en efecto, de una reyerta entre dos jóvenes por rivalidades amorosas.