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recían de pronto en escena tirando el dinero y esforzándose en asombrar a todo el mundo con su riqueza.

Se jugaba de un modo enorme. Se ganaban y se perdían grandes fortunas. Esto, para los restoranes, es muy beneficioso: el que gana, viene a divertirse y a llenar la barriga, y el que pierde, viene a olvidar su desventura en medio de la alegría general.

Nunca hemos servido tantos banquetes. Durante ellos se hablaba por los codos. En los restoranes apareció un nuevo género de clientes: el de los oradores, que hablaban admirablemente de todo. Daba gusto círles.

No estábamos acostumbrados a oír en el restorán cosas semejantes. Aquellos señores hablaban del pueblo y de sus sufrimientos, a veces hasta con lágrimas en los ojos. Sobre todo, cuando se empezaba a beber el champagne. Sabían de todo, eran unos señores muy instruídos. Después de los banquetes solían ponerse telegramas.

Era una buena temporada para los restoranes.

Los camareros también hacíamos el agosto. Y nos llenábamos de entusiasmo patriótico escuchando aquellos discursos.

Reinaba entre nosotros gran animación. Nuestro compañero Ikorkin seguía con un interés apasionado el curso de los acontecimientos, y siempre estaba pronunciándonos discursos de tonos radicales.

—No debemos tomar propinas—nos decía—. Es