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—Mire usted—contesté lo que me he encontrado por el suelo después de irse ustedes.

Clavó en mí los ojos, se pasó la mano por la frente, miró el dinero y empezó a registrarse los bolsillos, de los que fué sacando gran número de billetes de banco y de monedas de oro y plata.

La mayoría de los billetes estaban arrugados y sucios. El dinero caía al suelo y se esparcía por todo el cuarto.

Después, el siberiano vació sobre la mesa su portamonedas, clavó otra vez en mí los ojos, y murmuró, o más bien gruñó: —¿Qué vamos a hacerle? ¿Nada más?

—Nada más.

Cogió un billete de tres rublos y me lo dió.

—Tú... de dónde eres camarero?—me preguntó.

—Del restorán.

—¿Qué vamos a hacerle? ¡Vete!

Y el siberiano señaló la puerta con el dedo, echándome.

Salí, y me topé en el corredor con el portero, que había estado oyéndolo todo detrás de la puerta.

—Cuánto te ha dado?—me preguntó.

—Tres rublos.

—Has sido un tonto trayéndole el dinero. Ni siquiera lo hubiera echado de menos.

Niucha me esperaba muy inquieta.

Por qué vienes tan' tarde? Estaba asustada.