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El bribón sospechaba que yo me había encontrado más dinero y sólo entregaba aquella suma.

Esperé a los dos comerciantes, que llegaron después de las cinco de la mañana. El más viejo venía borracho perdido y le traían casi como un fardo. El portero tuvo que ayudar a subirle por la escalera. El siberiano más joven, el que había hecho los juegos de manos, venía también muy borracho; pero no tanto como el otro, y aun podía tenerso en pie.

El viejo, mientras le subían por la escalera, iba murmurando palabras que apenas se entendían.

—No quiero... no... no quiero.

De cuando en cuando profería un juramento terrible, de mozo de mulas. Su labio de abajo, rojo y húmedo, daba asco. En el último escalón se detuvo, se abrazó al portero, cubriéndole con su gabán, y echó las primeras papillas.

¡Yo... no... paso... de aquí!—declaró.

Costó un trabajo ímprobo meterlo en su cuarto.

El portero le dijo al otro siberiano que yo quería hablarle. Se me hizo pasar a la habitación.

El viejo se habís dejado caer en un sillón, sin quitarse el gabán, y escupía sobre la alfombra, hipa que te hipa. El más joven había abierto la ventana y bebía agua como un hidrópico.

Cuando entré, se volvió y me dijo: —¿Qué hay?

Yo puse encima de la mesa los quinientos once rublos con noventa kopeks.