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A pesar del frío, sudaba. Y corriendo, corriendo, pensaba: "Lo que hago ahora está bien hecho.

Dios me ha enviado la fortuna, y he renunciado a ella por honradez. Y no se lo 'contaré a nadie.

Dios me recompensará, sin duda, porque muy pocas gentes hubieran obrado como yo, de hallarse en mi lugar. Todos procuran aprovechar, si se les ofrece, la fortuna; todos roban a su prójimo; todos procuran apoderarse de cuanto pueden, mientras que yo..." Y seguía diciendo para mis adentros: "Sin embargo, yo soy un tonto. Esos señores se gastarán este dinero en juergas, con muchachas... Pero eso no importa: hagan lo que quieran, yo no quiero convertirme en ladrón... Dios me remiará." Llegué al resterán, y al ver que ya se habían apagado en él todas las luces, entré en el hotel donde paraban los dos siberianos. El portero, Stepan, me miró con asombro, y me preguntó: —¿Qué te trae por aquí a esta hora? Los siberianos aún no han vuelto. ¿ Qué quieres?

—Se les ha caído dinero en el gabinete, debajo de la mesa.

— Sí?... Mucho dinero?

¡Qué gente más curiosa!

—Quinientos rublos—contesté.

¿De veras? ¡Quinientos rublos! ¿En una cartera?

—No... Como el bureau está ya cerrado, quiero entregárselos a ellos.

—¿Y son sólo quinientos rublos?