Por toda respuesta le di una bofetada. No pude dormir en toda la noche, recordándolo. Kolia, en cambio, no lo tomó muy por lo trágico, y hasta parecía que la bofetada le había satisfecho.
—Perdóneme usted—me dijo cuando, ya muy tarde, me acerqué a su cama a darle un beso—; perdóneme usted que haya dudado de su honradez. Me he merecido el soplamocos.
Acordándome de todo esto, me detuve junto a un farol y empecí a meditar. Qué haría? Sentía como una mano sobre el pecho aquellos billetes malditos. ¡Era dinero robado y lo llevaba a casa! No había sido ladrón nunca. Cuando Kolia había sospechado que pudiera serlo, me había llenado de ira, y, no obstante...
No me atrevía a entrar en casa. Tenía miedo de mí mismo, de mi conciencia. Había sido siempre honrado y estaba a punto de dar al traste, en un momento, con mi honradez de tantos años. Había sido siempre trabajador, sin nada que reprocharme; estaba orgulloso de ello, y ésa era mi única fortuna. Podía mirar cara a cara, sin avergonzarme, a todo el mundo. ¿Y qué sería de mi vidade mi tranquilidad, si me guardaba aquel dinero?...
Me parecía que Dios me miraba y esperaba mi decisión. Acaso me hubiera hecho encontrar aquel dinero para ponerme a prueba.
Permanecí largo rato junto al farol. Por fin, me decidí. En vez de irme a casa, eché a correr en dirección al restorán.