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le dió un abrazo. Ella se echó un poco atrás, y mientras él le hacía cosquillas en el cuello, le alargó su vaso lleno de vino. Los otros dos también loqueaban con sus correspondientes parejas. Era una escena repugnante.

Y sucedió una cosa que pudo haberme hecho feliz para toda la vida.

Después de un rato de retozo, una de las muchachas se puso a arreglarse el corsé delante del espejo. Otra se levantó la falda y empezó a subirse las medias. Los caballeros las miraban enardecidísimos, brillándoles los ojos. Se decidió seguir la juerga en un restorán de las afueras, y se envió por un automóvil. Mientras lo traían, el más joven de los comerciantes divirtió a la reunión con algunos juegos de manos. El que tuvo más éxito fué uno que consistió en sacarle a su pareja, de entre los cabellos y de detrás de las orejas, monedas de cinco rublos y metérselas por el escote. Las otras muchachas le rogaron que también se lo hiciese a ellas. El las complació, y las condenadas se reían como locas, gritaban y se retorcían. Después, el caballero empezó a sacudirlas a todas, y las monedas de oro y plata comenzaron a caer sobre la alfombra. Todos se lanzaron a cogerlas, con gran algazara.

—¿Dónde está la moneda de diez rublos?—preguntó el inventor del juego. Parecía muy preocupado y fingía que buscaba la moneda por el suelo.

—¿Se le habrá deslizado a usted bajo el cor-