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—Tráigame... gelée truffée á la Caen.

La ración cuesta tres rublos y medio.

—Y después, granit Victoria á la parisienne.

En la lista está dicho plato, pero sin lo de "a la parisienne". Se le añaden unas hojitas de lechuga, y asunto concluído. ¡La ración, cuatro rublos!

Los camareros, naturalmente, estamos en el secreto de toda esta farsa.

Los clientes suelen poner un gran empeño en emborrachar a las muchachas a quienes convidan, y el restorán gana un dineral con los vinos. Se colocan en la mesa unos tazones de cristal, que parecen servir sólo de lavamanos; pero que, en realidad, sirven para algo más que para introducir en ellos las puntas de los dedos. Cuando se les escancia a las señoritas una copa de vino o una copita de licor, ellas, muchas veces, los vacían en el tazón, con el pretexto de haberse encontrado una miguita o una brizna de paja. Y, desde luego, el vino o el licor se pagan.

Como iba diciendo, se condujo a las tres señoritas al comedor particular. Las tres eran muy guapas. Se abrió la sesión. Se empezó por char lar un poco, por cruzar miradas escrutadoras...

Roto ya el hielo, los caballeros y las damas se dejaron de ceremonias y no tardaron en tratarse con toda confianza. Cada Adán cogió a su Eva y se dedicó sólo a ella. El siberiano viejo, más caído a cada momento el labio de abajo, escogió la Inás joven, una muchacha de diez y ocho años, y