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—Es un postre, ¿verdad? ¡Muy bien!

Y no es un postre, es una sopa. ¡A dos o tres rublos la ración!

Algunas muchachas conocen al dedillo los precios de la casa y, además, no carecen de ingenio.

Y ponen de su parte todo lo que pueden para que el maître d'hotel quede contento de ellas y las vuelva a llamar. Se las arreglan de manera que el que las convida deje en la caja del restorán todo el dinero posible, lo que no les suele costar gran trabajo.

—¡Dios mío, qué hambre tengo!—dice una, con acento lánguido.

El que la ha hecho traer se apresura a pedir la lista.

—Esto no me gusta... Esto tampoco... ¡Jesús, qué fastidio!

Y la señorita hace dengues y monerías, y cátate como una seda al parroquiano.

La señorita se cansa de buscar en la lista una cosa que sea de su agrado y pide platos extraordinarios y muy caros.

En los restoranes de segundo y tercer orden no sucede esto. Las muchachas que cenan allí son más humildes; tienen hambre de veras y no se atreven a pedir cosas que cuesten mucho. A lo mejor, llevan sin comer veinticuatro horas, y preguntan con timidez: —Puedo pedir una chuleta?

En nuestro restorán las muchachas no se paran en barras.