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das demostró ser un gran inteligente en la materia, un hombre muy experimentado. Miraba las films con el detenimiento y el interés con que lee la carta de vinos un bebedor experto y de gusto.

—Bueno, ¿encuentra usted algo que merezca la pena? —preguntaba, brillándole los ojos de lujuria, el más viejo de los siberianos.

El labio de abajo, rojo y húmedo, le colgaba.

Temblaba de pies a cabeza.

El representante seguía examinando el génerc.

—A ésta la conozco... No está mal. Una muchacha muy apetitosa... Esta es un volcán. Tiene el diablo en el cuerpo la indina... ¡Calla, Niucha!

¡La ladrona no podía faltar!

El más viejo de los siberianos estaba más exaltado a cada instante. Se puso los lentes y casi se dejó caer de bruces encima de las films.

¡Demonio, qué cuerpo!... Esta no vale nada.

Está hecha una espátula... Esta es todavía una niña... una criatura...

Hablaba con voz ahogada y respiraba como si acabase de subir un escalera muy alta.

El representante, con voz firme, serena, hacía consideraciones acerca de las señoritas, como si se tratase, en efecto, de una mercancía.

—¡Fíjense ustedes en esa cara! ¿Y qué me dicen ustedes de ese pecho? Se chuparían ustedes los dedos, se lo aseguro.

Yo, a cierta distancia de la mesa, los miraba y pensaba: "¡Qué asco! ¡Si Kolia los viera!..."