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mi intervención en ellas y me aconsejó que el dinero que me produjesen lo destinara a la iglesia.

Me costaba bastante trabajo seguir su consejo, sebre todo desde que decidí reunir dinero para comprar una casita. Y lo decidí precisamente en la época más a propósito para esta clase de negocios.

Un día empezaron a ir a nuestro restorán dos comerciantes siberianos de Krasnoyarsk. Paraban en el hotel que hay al lado, y que pertenece a los mismos dueños. Eran buenos clientes y me gratificaban con esplendidez. Desde el primer momento les caí en gracia; sobre todo les encantaban mis patillas.

—Te pareces como una gota de agua a otra a nuestro jefe de policía—me dijeron.

Y empezaron a llamarme "el señor jefe". En cuanto entraban en el restorán, me gritaban: —Eh, señor jefe!

Sus propinas nunca bajaban de un rublo por barba. Una noche me hicieron servirles la cena en un gabinete particular. Les acompañaba un caballero, representante de una gran casa de modas de Moscou, que les vendía géneros para la Siberia. Ellos le obsequiaban con comilonas, andaban con él siempre de juerga, se gastaban en su compañía millares de rublos, esperando obtener una pequeña reducción en los precios.

Se sentaron los tres a la mesa y pidieron primero vodka, luego coñac, luego vodka de nuevo.