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var los platos; se necesita hacerlo de un modo correcto. Hay que estar ante los clientes de una manera tal, que parezca que no está uno, y, al mismo tiempo, no apartar de ellos la atención y fijarse en los más pequeños detalles. En nuestro establecimiento, un camarero es casi igual al maître d'hotel de un restorán de segundo orden.

—Te dedicas a una ocupación baja e inútil—me dice con frecuencia Kolia—. Te humillas ante cualquier canalla con dinero, y por un rublo de propina estás dispuesto a lamerle...

¿Qué les parece a ustedes? ¡Se atreve a reprocharme que reciba propinas! Y con esas propinas, que a veces recibo de manos de clientes borrachos, le he educado, le he dado instrucción, le he comprado su traje de colegial, sus botas, sus libros. ¡Dios mío, los muchachos no saben nada de la vida! ¡Si viera cómo se humillan ante sus superiores personas hasta del gran mundo!...

No hace mucho, servimos, con motivo de la llegada a nuestra ciudad del señor ministro, un banquete en el salón redondo. Yo fuí designado, entre otros camareros, para servir a la mesa. Pues bien: un personaje muy importante, con el pecho cubierto de condecoraciones, se metió debajo de la mesa, a toda prisa, en busca del pañuelo que se le había caído al señor ministro, y me apartó la mano cuando me agaché yo a cogerlo, temiendo que me adelantase a él. Yo quisiera que Kolia lo hubiera visto. Si yo le cojo el pañuelo a un cliente o le enciendo una cerilla, lo hago en cumpli-