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platos y los vinos. Sobre todo, cuando se trata de platos delicados. Parece una cosa muy sencilla y, sin embargo, la mayoría de los clientes son muy poco entendidos en la materia. Un señor se pone a examinar, gravementé, la lista y no sabe por qué decidirse. Sólo conoce los platos vulgares, corrientes: bisté, tortilla, huevos a la inglesa...

En lo que concierne a los platos finos, selectos, está completamente in albis. Lee, por ejemplo, Granit Victoria a la parisienne o Timbale andalouse croquette, y ni siquiera sabe si dichos platos son de carne o de pescado, o sin son postres. Como es natural, no lo confiesa nunca y no se atreve a pedirlos. Sucede con frecuencia que un parroquiano pide un plato de nombre muy enrevesado, creyendo que es de carne, y después ve con estupor que ha pedido setas o trufas.

Para nosotros, como es lógico, el menú no tiene secretos, a pesar de todos sus nombres raros. Y a veces, al ver el embarazo del parroquiano, nos permitimos recomendarle, de modo que casi no lo advierta, tal o cual plato. A lo mejor el parroquiano se enfada. Un señor que comía en nuestro restorán con unas señoras, empezó a buscar en la lista, elegidos ya los otros platos, uno de postre.

—Bueno—me dijo luego de pensarlo mucho—.

Nos darás de postre turbot.

Yo le advertí que el turbot era un pescado, so3pechando que lo tomaba por un dulce.

—¡Ya lo sé!—me gritó con enojo y poniéndose como la grana.