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grandes comerciantes, mineros. Su modo de gastar es verdaderamente loco. Se diría que quieren apurar en el menos tiempo posible todos los placeres de la vida. En realidad, sólo les guía el deseo de llamar la atención.

Tampoco son malos parroquianos los comerciantes de provincias y sus administradores, que acuden a la capital a hacer compras al por mayor para el verano.

Para nosotros, éste es un público admirable.

Paga muy bien y no es nada parco en las propinas. Nos da mucho que hacer, eso sí. Tenemos que ir y venir tanto, sirviéndole, y con tanta prisa, que nos acostamos rendidos y, por la mañana, nos cuesta mucho trabajo levantarnos.

No sólo los camareros esperan con impaciencia esta época del año: el maître d'hotel la espera con más impaciencia todavía. ¡Un maître d'hotel es un personaje! Los que no conocen las interioridades de los restoranes no pueden formarse una idea de lo que es un maître d'hotel. No es un hombre corriente y moliente. Tiene que ser listo como él solo para apreciar, sin más que mirarlo, al parroquiano. Un verdadero maître d'hotel es casi un brujo. Tiene que estar dotado de un olfato finísimo, de una penetración superior a la de los que han estudiado en las universidades, a la de los altos funcionarios, a la de los gobernadores.

No es el suyo un oficio fácil. Como no lo es tampoco el nuestro, el de los simples camareros. Un buen camarero es una cosa rara. ¡Ahí es nada,