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También Natacha la inquietaba. Todas las noches me hablaba de ella con disgusto. Nuestra hija iba diariamente a patinar, y, como es natural, lo hacía en compañía de jóvenes, de colegiales. Era muy bonita y, además, muy coqueta.

—Haces mal—le dije yo un día—en salir sola después de encendidos los faroles, y lo mejor sería que dejases de patinar.

¡Eso a usted no le importa! — me contestó muy enfadada—. Ya soy una mujer, y no me da la gana de pasarme la vida entre cuatro paredes.

Todas mis amigas patinan, y no sé por qué no he de patinar yo también.

No tardé en enterarme de que todas las noches la acompañaban a casa colegiales y hasta estudiantes de facultad. Se detenía con ellos largo rato a la puerta, charlando y riendo. Mi mujer, una noche, le armó un escándalo terrible, delante de sus caballeros. Natacha se puso furiosa.

—Si seguimos así—gritaba—, me largaré de casa. Yo necesito tener amistades. ¡Ustedes son gente sin instrucción y sin trato social!

Por aquellos días caí enfermo y guardé cama una semana entera. Tenía una fiebre muy alta y mareos. Estaba asustado. "Acaso—me decía—sea esto la muerte que llega. Qué será, en tal caso, de mi familia? Mis hijos no pueden aún vivir sin mi; mi mujer se quedará sin recursos. ¡Si al menos tuviéramos una casita! Pero no tenemos nada, nada, y si me muero, mi familia se verá precisada a pedir limosna..."