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no. Volvió la cabeza, al oírme abrir la puerta, y me dijo, con cierta ceremonia: —Tenga usted la bondad de tomar asiento.

Y me indicó, con la mano, una silla.

¡Como si yo hubiera ido allí a afeitarme!

En seguida se aproximó a mí un oficial, con un paño blanco en la mano; pero yo no acepté sus servicios. Kiril Saverianich ni siquiera me miraba. Seguía afeitando a su parroquiano y gritaba de cuando en cuando: —¡Muchacho, agua!... ¡Muchacho, las tenacillas!

Cuando terminó, se volvió a mí y me preguntó con frialdad: —¿En qué puedo servir a usted?

nismo Fingía una gran indiferencia; pero tiempo me miraba con ojos escrutadores y curiosos. Yo le dije con toda franqueza que sentía en el alma la pérdida de un amigo como él. A renglón seguido le conté la desgracia que nos acababa de ocurrir, es decir, la expulsión de Kolia del Liceo. Lo hice con ánimo de conmoverle. Sacó su peinecito y empezó a alisarse el cabello, sin contestarme nada y pensando, al parecer, en otra cosa. Al cabo, se volvió a mí, y me dijo cariñosamente: —Ya ve usted, el Destino se encarga de arreglar todas las cuentas. Era de esperar que sucediese eso con Kolia. Sin embargo, le compadezco a usted.

Y siguió peinándose.

—Sí, es muy triste. Por humanidad le compa-