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por él. El pobre viejo ni siquiera tiene aposento, y duerme en el pasillo, sobre un cajón. Una vez manifestó el deseo de alquilar un cuarto en mi casa y vivir modestamente de su pensioncita, y el hijo comenzó a gritar: —Usted quiere comprometerme, cubrirme de vergüenza! ¡Usted quiere que todo el mundo diga que su hijo le ha echado de casa! El director de la fábrica me aprecia mucho, y, como yo le he dicho que le mantengo a usted, me ha aumentado el sueldo. ¡Ahora quiere usted irse y exponerme a un grave perjuicio!

Y no permitió al viejo venirse a vivir con nosotros.

Le da treinta kopeks al mes para tabaco, y no le permite fumar más que en la cocina, alegando que le molesta el humo.

¡Pobre hombre! Al lado de la suya, mi mala suerte, a la verdad, no es para que me desespere.

El infeliz ha trabajado toda su vida como un negro, y ahora el canalla de su hijo...

Mi servicio en el restorán dejó mucho que desear. El señor Glotanov estaba pasmado de verme tan torpe —¿Qué te pasa?—me preguntó, al ver que le servía el segundo plato en vez del primero—.

¿Has bebido, quizá, alguna copita de más?

No contesté. Me miró atentamente. Yo esperaba sus órdenes, junto a la ventana, mirando la nieve, que caía sin cesar, y sin que se me fuese de la imaginación lo que acababa de suceder en el liceo.