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El director se puso rojo de cólera.

— Cállese usted, le digo! ¡Yo le enseñaré cómo hay que hablar a los superiores! Delante de su padre se lo pregunto por última vez: ¿Está usted dispuesto a ir conmigo en seguida a pedirle perdón, en su aula, delante de toda la clase, al profesor a quien faltó ayer?

Yo le suplicaba a mi hijo, con la mirada, que cediese; pero no me hizo caso.

—No—contestó. No puedo pedirle perdón. El me ofendió antes. No sería justo...

Yo estaba asustadísimo de sus palabras.

El director, fuera de sí, dió un salto hacia él.

—¡Cómo! Usted, un monigote, se atreve ?...

¡Descarado, insolente! ¿Así agradece usted lo que hemos hecho en su favor? Le hemos instruído...

Debía usted considerarlo una gran suerte...

Kolia sacudió la cabeza y respondió: —No sé por qué...

Y me miró con ojos burlones.

La cólera apagó la voz del director.

¡Basta! ¡Se atreve a discutir! ¡Le está usted hablando al director, no al portero! ¡Mequetrefe, insolente!

¡Lo que yo padecí! No hubiera padecido más sobre una hoguera. Pero Kolia no manifestaba susto alguno, y le dijo con mucha calma al director: —Usted tampoco debe gritar al hablarme. Tampoco yo soy el portero.

Aquello era el colmo de la impertinencia. Yo