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El director se encogió de hombros y no pareció muy convencido. Se acercó luego a la ventana y se puso a mirar a la calle. De nuevo enmudecimos ambos.

Momentos después entró Kolia.

Estaba muy pálido. Colocándose junto a un armario, se apoyó una mano en la cadera y esperó los acontecimientos en una postura desmadejada. El director le mandó ponerse derecho.

Kolia se enderezó un poco, dejó caer la mano que tenía apoyada en la cadera, y me miró a hurtadillas, con mirada burlona.

—Su padre de usted—dijo el director—también se queja de su conducta...

No era verdad; yo no me había quejado.

—Les da usted—continuó—muchos disgustos a sus padres. ¡Póngase usted derecho, que le está hablando el director!

Levantó la voz de tal modo, que me estremecí; pero Kolia se encogió de hombros con la misma indiferencia que cuando yo le hacía alguna observación que consideraba inoportuna. ¡El demonio del chico no le temía a nadie!

—Tan mal me porto? —le preguntó con gran firmeza al director. Voy a permitir que me insulten?

—¡Cállese usted!—le gritó el director, furioso.

Kolia apretó los labios.

—Debe usted escuchar lo que se le dice, en vez de replicar!

— Voy a permitir que me insulten?