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—Perdóneme su excelencia; pero... trabaja mucho, no es perezoso...

¡No se trata de eso!—me interrumpió, muy enfadado, el director. Será todo lo diligente que usted quiera, pero se porta muy mal. ¡Es un insolente!

— Perdóneme su excelencia; pero... el pobre muchacho está tan nervioso estos días... Hemos tenido en casa disgustos...

Iba a hacerle algunas confidencias a aquel ogro, para ver si así se ablandaba; pero no me dejó seguir.

—¿Y qué nos importa eso a nosotros?... ¿Vamos por eso a permitirle que, como hizo ayer, se insolente con los profesores?

—Yo le castigaré. ¡Es un niño! Permítame su excelencia que le explique...

Sin querer escucharme, el director siguió gritando: —Déjeme usted acabar. No se trata sólo del insulto que le dirigió al profesor. Además, he de hablarle a usted de otra cosa. Mire...

Y me enseñó dos cartas que llevaba en el bolsillo.

— Puede usted decirme quién es el autor de estas denuncias contra su hijo de usted?

Cogí las cartas, que, a primera vista, parecían escritas en solfa, y reconocí al punto la letra de Echov.

—Es una venganza de nuestro huésped—expliqué. Un escribiente del puesto de policía... Vi-