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accedió a lo que solicitaba y la acompañó hasta la puerta.

Luego se dirigió a mí, tendiéndome la mano de un modo indeciso. Yo titubeé un instante: no me atrevía a estrechársela y le daba vueltas entre las mías a la gorra. Cuando me decidí, por fin, a alargarle la mano, él ya la había retirado y me miraba con extrañeza.

Le saludé muy azorado.

—En qué puedo servir a usted?—me preguntó en un tono frío y ceremonioso.

Le entregué la carta, diciéndole que acudía allí citado por él.

—¡Ah, ya recuerdo! ¿Usted es el padre de Nicolás Skorojodov?

Advertí en su mirada que había reconocido en mí al camarero del caviar y los pastelillos. Poniendo tan mal gesto como si le hubiera dado de pronto un terrible dolor de muelas, me dijo: —Sí, sí... ahora recuerdo... Le he llamado a usted con un motivo nada grato. Su hijo de usted se porta cada día peor. Su conducta ha llegado a ser intolerable. No sé ya qué hacer...

Había dejado de mirarme y tenía los ojos fijos en el armario que había a mi espalda. Su voz iba elevándose por momentos. Aumentó el temblor de mis piernas y sentí escalofríos.

—¡Esto no puede permitirse!—gritaba—. Nuestra casa no es un potrero, es un liceo. Usted no se cuida bastante de la educación de su hijo...