Apoyó la frente en mi hombro y se estremeció de pies a cabeza.
Le bendije, aprovechándome de la obscuridad.
—Te lo suplico: pide perdón... Si no lo haces, matarás a tu madre, que está tan enferma...
—¡No me atormente usted! ¡Ya le digo que no puedo!
En aquel momento oí la voz de mi mujer: —¿Qué sucede? ¿Qué siseáis? Ven, que tengo miedo.
Y me separé de Kolia.
No dormí ni un instante en toda la noche; recé todas las oraciones que recordé, y le pedí a Dios por Kolia, por Echov, por todos nosotros.
Mi mujer estaba muy agitada. Como respiraba con dificultad, me rogó que abriese el ventanillo.
Y durante el resto de la noche el viento lo movió con un ruido monótono. Parecía que alguien llamaba a la ventana, suplicando que le dejasen entrar.
IX
Por la mañana, cuando me levanté, mi mujer me dijo: —Mira: ha nevado. Ya ha llegado el invierno.
Había más luz que de costumbre en nuestra habitación. Ante la ventana se extendía una sábana de nieve.
En vez de la chaqueta, me puse la levita.