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dre. Empecé a acariciarle la cara, la cabeza. Me hallaba a punto de llorar yo también.

Era la primera vez que le acariciaba de aquel modo.

Luego le murmuré al oído, para que su madre no me oyese: —Oye, nene; pídele mañana perdón a tu profesor. A mí también me han ofendido muchas veces, y, sin embargo... Somos gente humilde; se puede hacer con nosotros todo lo que se quiera, sin que sirvan de nada nuestras protestas... Sigue el ejemplo de Jesucristo...

—No puedo, papá, no puedo! ¡No me lo exija usted, papaíto!

Era la primera vez que me llamaba de aquel modo. Y me lo llamó con tanto cariño, con una voz tan llena de lágrimas, que...

¡No me lo exija usted, papaíto! No puedo humillarme. Bastante me han humillado y ofendido ya. ¡Si supiera usted! A los alumnos pobres se nos trata de un modo indigno, se nos da a entender a toda hora que somos mendigos. ¡No, no! ¡No me es posible!

Me cogió una mano y me la apretó fuertemente.

—No; me despreciaría yo mismo toda mi vida si se me obligase a humillarme hasta ese punto.

Le quiero a usted, le estimo, pero no me pida usted eso... Y ahora, váyase a dormir, papá... Debe usted de estar cansadísimo... ¡Dios mío, qué triste, qué doloroso es todo esto!