—Yo—añadió—he heredado de mis ascendientes una fuerza física extraordinaria.
Y cogió un hierro y lo dobló como si fuese un alambre.
—Si alguien se atreve a ofenderla a usted, Natacha Yacovlevna, no tiene usted más que decírmelo: le doblaré con la misma facilidad.
Momentos después de quedarnos Niucha y yo en silencio, oímos en el pasillo un ruido que nos inquietó.
—Qué es eso?—le pregunté a Niucha—. Debe de ser Kolia...
Mi mujer no sabía aún que el director me hahía llamado; yo no se lo había dicho, por no asus tarla.
Salí al pasillo y of a Kolia suspirar y como sollozar.
Encendí una cerilla. El muchacho se sobresaltó.
—Me ha asustado usted!
—Kolia—le dije con cariño, acercándome a él—, tú padeces, como todos nosotros; por qué? ¿ Qué te pasa? Ya sabes lo que te queremos. Daríamos la vida por ti... ¿Qué tienes? ¿Por qué lloras?
—¡No lloro!—me contestó muy orgulloso. Se le ha antojado a usted.
Me senté a su lado, en su camastro, que, por la escasez de habitaciones, estaba en el pasillo, y le abracé en la obscuridad. ¡Me daba una lástima!... ¡Qué delgadito estaba!
Se apretó contra mí como un niño contra su ma-