¡Qué noche, Dios mío! ¡Lo que yo padecí! Sobre todo, pensando en mi pobre Kolia. Nunca le había hecho una caricia. Sólo había tenido palabras duras para él. A esto había contribuído mucho su carácter reservado, que yo tomaba por aspereza de genio.
Cuando, por fin, nos acostamos, mi mujer empezó a rogarme que nos mudásemos de casa.
—No puedo, no quiero seguir aquí! En todas partes se me antoja que veo a Echov.
Yo no podía pegar los ojos. Me parecía que el ahorcado estaba a la puerta. Los ratones hacían ruido en el entarimado y aumentaban mi desasosiego.
—Cherepajin se ha conducido hoy de una manera extraña—me dijo mi mujer— Se ha pasado el día paseándose por la habitación a grandes zancadas y llevándose las manos a la cabeza. Al volver del baile donde ha tocado, le ha regalado a Natacha una sortija. Quiere hacernos creer que se la ha encontrado en la calle. Está nuevecita y tiene una piedra encarnada. Cherepajin le ha suplicado a Natacha que la acepte.
¿Y la ha aceptado ?
—¿Qué crees tú? ¿Debía aceptarla? La sortija vale lo menos cinco rublos.
—Por qué no? — respondí—. Cherepajin es nuestro amigo.
—Es verdad. Además, nos ha asegurado que si Natacha no aceptaba la alhaja, la tiraría por la ventana. "Yo, ha dicho, no tengo a nadie en