Intenté tranquilizar a Kolia. Luego le conté que había visto al director del liceo, que había estado muy amable conmigo. Kolia me contestó con acento irritado: —Mañana, cuando hable usted con él, procure conservar su dignidad. ¡Está usted tan acostumbrado a humillarse!
Aquellas palabras me ofendieron.
—Y tú—le dije—estás acostumbrado a insultar a tu padre. Te hace derramar lágrimas la muerte de un Echov cualquiera, que no nos ha hecho más que daño, y de tu padre no te apiadas. ¡Se ha ahorcado el miserable en casa para fastidiarnos, y tú te atreves a reprocharme!...
Kolia, balanceando la cabeza, me interrumpió: —Y dice usted que cree en Dios y habla de religión!
Verdaderamente, el hablar de un difunto como yo acababa de hacerlo, es poco cristiano; pero el sufrimiento había llegado a ponerme fuera de mí.
—¡Y tú eres un canalla!—grité—. ¡Todo tu saber se reduce a vivir del trabajo de tu padre y a insultarle encima!
Me miró, se levantó y, sin decir palabra, se salió al pasillo. Yo estaba tan furioso, que necesitaba a todo trance desahogar mi cólera con alguien. Sacudí a Natacha y empecé a regañarla.
Ella se despertó y me miró llena de asombro.
Para calmarme un poco busqué en la alhacena la garrafa de vodka y me bebí un trago.