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malas intenciones... ¡Dios mío, qué pecho!... ¡Qué cuerpo!

Apoyó en el pecho desnudo de la joven su cabeza inflamada, y balbuceó:

—Hay que desabrocharla a usted por completo... será muy conveniente... No crea usted, por Dios. Nada más que un minuto... nada más que un minuto... Nadie lo sabrá... die en el mundo...

Nada más que un minuto Ella le rechazaba con todas sus fuerzas, apoyando las manos contra su pecho, y repetía, llena de asco, con voz ahogada por la cólera:

¡Déjeme usted! ¡Puerco... canalla!... Nadie se ha atrevido jamás a tocarme... ¡Váyase! ¡Oh, canalla!

Luego, bajo el imperio del horror y la furia, empezó a dar gritos inarticulados, con voz penetrante; pero él se apresuró a taparle la boca con sus labios húmedos. La joven se resistía desesperadamente, le mordía los labios, y cuando con seguía apartarlo por un momento, gritaba y le escupía a la cara.

De pronto sintió que la debilidad se apoderaba nuevamente de todo su ser y que estaba a punto de desvanecers. Le pareció que sus piernas y sus brazos se volvían de algodón y perdió toda fuerza de resistencia.

—¡Dios mío, Dios mío!—gimió—. Lo que ha he cho usted es peor que un asesinato... ¡Dios mío, Dios mío!

En aquel momento llamaron a la puerta. El se-