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Con una risita dió a entender que aquellas palabras no eran sino una broma amistosa, inocente.

—Considérese en su cuarto. No tema nada—re pitió.

Y salió del camarote.

Sólo un momento, desde el umbral de la puerta, miró a la viajera; y no a los ojos, sino más arriba, a la línea donde acababa la nieve de su frente y comenzaba el oro de su cabellera.

Un miedo instintivo, algo como un resto de prudencia, turbó de pronto a Elena; pero en aquel momento el suelo del camarote sufrió una sacudida tan fuerte, que la joven, casi desmayada, se dejó caer en el lecho, cruzadas las manos bajo la nuca. Cuando se sintió un poco mejor, extendió la colcha sobre la cama y comenzó a desabrocharse los botones y los corchetes de la blusa, el corpiño y el corsé, que la apretaba demasiado y dificultaba su respiración. Luego se acostó boca arriba, colocó la cabeza sobre las almohadas y estiró las piernas entumecidas.

Al punto se sintió aliviada, casi feliz.

—Voy a descansar un poco, y luego me desnudaré pensó con placer.

Cerró los ojos. La luz de la lámpara acariciaba dulcemente sus pupilas al través de sus párpados. Los vaivenes del barco no la molestaban ya tanto. Advertía la aproximación de un dulce sueño, portador del descanso y del olvido de sus sufrimientos, y temerosa de ahuyentarlo, no se movía.