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pecha; la voz de todos los Don Juanes que saben mentir a las mujeres y hacerles creer en su buena fe. Además, la voluntad de Elena estaba completamente paralizada, anulada, por el acceso terrible de mareo.

¡Si supiera usted cómo sufro!—gimió débilmente, casi sin fuerzas para despegar los labios y pálida como un cadáver.

—Vamos, vamos —insistió él con afectuoso acento.

Y con la tierna delicadeza de un hermano, la ayudó a levartarse, sosteniéndola por un brazo.

Elena no se resistió.

El camarote del segundo de a bordo era muy pequeño. Apenas había en él sitio para una cama y una mesita; entre una y otra existía el espacio preciso para una sillita plegable. Pero todo era nuevo, limpio, resplandeciente, cuco. La colcha, de terciopelo, estaba a medio levantar; las sábanas inmaculadas, sin ninguna arruga, encantaban con su blancura.

Una lamparita eléctrica proyectaba una suave luz, tamizada por una pantalla verde. Junto al espejo, sobre el tocador de anacardo, había un violetero con narcisos y lirios.

—Le suplico a usted—dijo el griego, evitando las miradas de Elena—que se considere en su cuarto... Aquí encontrará cuanto necesite para la "toilette". El camarote está a su disposición, señora. Es nuestro deber de marinos servir a la bella mitad del género humano.