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estado nunca en el campo, del que no conocía nada. Pero cuando vió una gran rama de pino que surgía de la nieve y divisó otra a alguna distancia y le explicaron que los campesinos marcaban con aquellas ramas el camino, sintió en su corazón una ola cálida de ternura y agradecimiento. Alguien, a quien, probablemente, no vería en la vida, se había tomado el trabajo de plantar a ambos lados del camino aquellos faros primitivos, lo cual era conmovedor, aunque lo hubiera hecho sin pensar en los viajeros extraviados.

Acaso el torrero no pensase tampoco en la gratitud de la viajera sentada en el puente del barco y con los ojos fijos en el faro lejano.

Mirando aquel punto luminoso en medio del mar negro y turbado, pensaba con admiración en los grandes actos de sacrificio, en las nobles ideas que agitan a la humanidad, en los libros inmortales legados a la posteridad por sus autores.

¿No eran tales actos, tales ideas y tales libros hitos plantados a lo largo del camino misterioso por donde avanza el género humano?

El viejo marinero de nariz encarnada que Elena conocía ya, envuelto en un gabán amarillo de tela encerada, con un capuchón que le cubría la cabeza, pasó presuroso por el puente, alumbrándose con una linternita. Reconoció a Elena y se detuvo ante ella.

—No duerme usted, señorita? ¿Está usted mareada? Este sitio es muy malo. Cerca de Taranjut hay marejada siempre.