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un faro. Aquella luz aperecía y desaparecía con intervalos regulares. Elena sintió en su corazón una vaga ternura.

—Dios sabe dónde, en el desierto, en un cabo aislado—pensó—, en medio de la noche negra y de la tempestad, hay un hombre en vela, que cuida de ese faro y su luz. Quizá en este instante, mientras yo pienso en él, piense él, a su vez, en los seres perdidos en el mar, a bordo de un barco desconocido, al que el faro indica el camino.

Recordó su extravío en la estepa, en compañía de su esposo, el invierno anterior. Volvían de la estación, de noche, en medio de una horrible tempestad de nieve. El cochero, un muchacho de catorce años, se desvió del camino, entre las montañas de nieve, y empezaron a vagar, perdidos, desesperados, sin saber qué hacer. Tras ellos, ante ellos, a derecha e izquierda, la noche blancuzca no dejaba ver otra cosa que la nieve y el cielo gris.

A veces se caía el caballo, rendido de fatiga, y los tres se esforzaban, hundidos en la nieve hasta las rodillas, en levantar a la pobre bestia. A ella se le helaron casi por completo las piernas y comenzó a perder la sensibilidad.

La invadió una negra desesperación. Su marido guardaba silencio, temeroso de descubrir su inquietud. El cochero, muy abatido, ni siquiera trataba ya de encontrar el camino.

De pronto gritó alegremente:

— Un hito!

Elena, al principio, no comprendió; no había