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bió de un modo inesperado. Los días se tornaron súbitamente claros, soleados, calurosos, como no habían sido ni en julio. Los campos desnudos y enjutos se cubrieron de telas de araña plateadas.

Los árboles, quietos, dejaban caer sin ruido sus hojas amarillas.

La princesa Vera Nicolaievna Cheina, esposa del presidente de la nobleza del distrito, no podía abandonar su casa de campo, porque su casa de la ciudad se hallaba en reparación todavía. Y la regocijaban mucho la vuelta de los días hermosos, la tranquilidad, la soledad, el aire puro, las golondrinas que se posaban en los hilos del telégrafo y se disponían ya a partir a los países meridionales; da ligera brisa, un poco salada, del mar.

II

Además, áquel día, el 17 de septiembre, era su cumpleaños. Siempre había amado aquel día, lleno para ella de recuerdos encantadores de la infancia. Esperaba todos los años, en tal fecha, no sabía qué acontecimiento milagroso y feliz. Su marido, antes de marcharse por la mañana a la ciudad, adonde había sido llamado para un asunto urgente, le había dejado en la mesa de noche un estuche con unos magníficos pendientes de perlas, en forma de peras, y aquel regalo la había llenado de alegría.

Estaba sola en la casa. Su hermano soltero, Ni-