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Le pido mil perdones, señora, por haberme atrevido a acercarme a usted sin tener el honor de conocerla; pero me parece que he tenido ya el gusto de encontrarla en otra ocasión. ¿No hizo usted, señora, el verano pasado un viaje con nosotros a Odesa? ¿Me permite usted, señora, sentarme un poco?

Elena se levantó sin mirarle.

—Escuche usted—dijo—. Se lo prevengo; si se atreve usted otra vez a ofrecerme sus servicius o sus consejos, le telegrafiaré, en cuanto llegue a Sbastopol, a Basilio Eduardovich para que le eche a usted en seguida de esta Compañía marítima. ¿Estamos?

Había dicho el primer nombre que se le había ocurrido; no conocía a ningún Basilio Eduardovich. Era una vieja treta muy graciosa, que había ya salvado a uno de sus amigos de la persecución de un espía, y que entonces le dió un resultado prodigioso. Creyendo que aquel falso Basilio Eduardovich era algún alto personaje con bastante influencia para hacerle perder su empleo, el griego se levantó apresuradamente y se quitó la gorra. A la luz de la luna, Elena le vió turbadísimo y muy colorado.

—En nombre de Dios—balbuceó el marino—, no crea usted, señora... palabra de honor, no ha sido mi intención...

Pero en aquel instante, de una manera súbita, el barco se inclinó hacia un lado. Elena, de seguro se hubiera caído si el segundo de a bordo