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quetería el bigote y clavaba en ella, insolente, sus ojos negros de carnero. Una vez le oyó decir, dirigiéndose a su camarada:

—¡Vaya una mujer!

Sin duda ninguna, lo. dijo para que ella lo oyese.

—¡Sí, una mujer magnífica!—contestó el otro.

Ella se levantó con ánimo de pasar a la otra banda; pero las piernas no la obedecían. El puente vacilaba de tal modo bajo sus pies, que se veía forzada a caminar haciendo eses. Hasta entonces no había advertido que estaba muy picado el mar. Con mucho trabajo llegó a un banco de la banda opuesta y se dejó caer en él.

Las tinieblas, a poco, lo envolvieron todo. En lo alto del mástil se encendió una luz eléctrica amarillenta. Inmediatamente después se encendieron las bombillas de todo el barco. Las claraboyas del salón de primera clase y del fumadero resplandecían alegremente.

Bajó la temperatura. Un viento muy fuerte azotaba la banda donde estaba sentada Elena. Salpicaduras de agua salada le azotaban a veces el rostro y mojaban sus labios; pero se encontraba sin fuerzas para levantarse.

Experimentaba una sensación penosa, dolorosa, en el pecho, en el vientre; su frente se cubría de gotas de frío sudor, y su boca se llenaba de una saliva amarga.

Un extremo del puente se elevaba con gran lentitud, permanecía un segundo en alto, vacilan-