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Déjeme usted pasar.

Y observó con placer la expresión de susto y de confusión de su rostro. Inmediatamente, el oficial, con un apresuramiento un poco ridículo, se apartó.

Inspeccionando ahora los billetes se acercó a ella. Al devolverle el billete que ella le tendió, le rozó los dedos con su mano ardorosa y, dirigiendo una mirada rápida a su anillo de boda, le preguntó, con una sonrisa maligna, tratando de poner en su acento cierta mundanidad:

—Perdón, señora... i viaja usted con su esposo?

—No. Voy sola—respondió ella, volviendo a otro lado la cabeza y poniéndose a mirar al mar.

Pero en aquel momento sintió un ligero vértigo. Le pareció que el puente vacilaba bajo sus pies y que su propio cuerpo perdía gran parte de su peso. Se sentó en el extremo de un banco.

Se veía apenas la ciudad entre la niebla dorada del sol poniente. Era difícil distinguir sus contornos sobre la montaña. A la izquierda, la playa arenosa, baja, ligeramente sonrosada, se confundía con el mar.

III

El segundo de a bordo pasaba a cada instante por delante de Elena en compañía de otro marino que vestía, como él, una guerrera blanca con botones dorados. Aunque no le miraba, la viajera advertía que se pavoneaba, se acariciaba con cɔ-