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desarrollado y sus caderas estrechas. Iba, además, vestida como una muchacha. Una faldita, una blusa inglesa y un sencillo sombrero de paja con una cintita de terciopelo.

El segundo de a bordo, un joven grueso, de hombros y pecho muy anchos, de cabellos negros, que vestía una guerrera blanca con botones dorados, inspeccionaba los billetes. Elena había reparado ya en él al subir por primera vez al barco.

Estaba en pie junto a la escalera por donde subía el público. Al otro lado se encontraba otro empleado, un alumno de la Escuela marítima, fino, ágil y esbelto, con su blusa de marinero, vivo como un mono joven. Ambos seguían con la mirada a cuantas mujeres subían, y cambiaban risitas, palabras de doble sentido y muecas.

Elena se había fijado en la escena. Los rostros orientales, bellos y sensuales como el del segundo de a bordo le inspiraban honda repugnancia.

El oficial debía de ser griego; sus labios carnosos, que parecían no cerrarse nunca; su barbilla rasurada, sus finos bigotes pretenciosos, sus ojos negros, semejantes a granos de café tostado, con su expresión siempre amorosa y estúpida, le eran sumamente antipáticos.

Cuando llegó a lo alto de la escalera, él y una mujer con un gran envoltorio en la mano le obstruyeron el paso. El segundo de a bordo la miró de un modo insolente y provocativo, sin dejarla pasar. Ella le dirigió una mirada indiferente y dijo, como si le hablase a un criado inoportuno: