senda verdosa y espumante. Las blancas gaviotas, agitando pesadamente las alas, volaban al encuentro del buque.
Elena no había tenido tiempo de comer antes de partir y pensaba comer a bordo. Pero de repente notó que había perdido el apetito. Entonces bajó al camarote y le pidió una cama a la doncella. Pero ya no quedaba ni una cama libre. Aunque, ruborosa, confusa, sacó del portamonedas un rublo, la doncella se negó a tomarlo.
—Si dependiese de mí, señorita—dijo la sirvienta, yo tendría mucho gusto en complacer a usted; pero no hay sitio. Le he cedido a una se—, ñora mi propia cama. Espero que en Sebastopol se desocupará alguna.
Elena volvió a subir a cubierta. El fuerte viento le ceñía la falda a las piernas y la obligaba a inclinarse a cada instante y a sujetarse el sombrero con la mano.
Un viejo marinero de nariz roja colgaba a la derecha del puente un instrumento cilíndrico con un cuadrante y una aguja.
—¿Qué es eso?—le preguntó Elena.
—Un instrumento para medir la velocidad del barco, señorita explicó el marinero.
Elena llevaba ya dos años casada; pero la gente seguía llamándola casi siempre "señorita". Aunque esto la halagaba, a veces la ponía de mal humor.
Parecía, en efecto, una muchacha de diez y ocho años, con su fino talle flexible, su pecho poco